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Atzimba y el español Villadiego

Tzimtzicha, monarca de Michoacán, tenía una hermosa hermana de apenas veinte años. La joven, quizá como muchas de las doncellas de aquellos tiempos, vivía afligida por la llegada del conquistador blanco.
Los sabios hablaban de un hechizo. Sí, la joven estaba hechizada y tan sólo las aguas termales de Zinapécuaro, consagradas a la diosa Cuerápperi, lograrían sanarla en cuerpo y alma. Fue entonces que se decidió consagrarla al culto del sol, del cual la joven princesa sería esposa.
Hernán Cortés, enterado de la existencia del reino de Michoacán, envió a uno de sus hombres, al capitán Villadiego. Él exploraría aquellas tierras y le daría razón de ellas.
Llegados a Taximaloyan, el cacique del lugar los hizo prisioneros. Pronto los enviaría, sin que nadie se enterara, a su rey.
Sucedió que la princesa Atzimba, mientras recorría los bosques de palacio, vio a un gallardo joven sobre un caballo blanco, acompañado de un grupo de jinetes.
Atzimba y Villadiego se vieron, cruzaron miradas. Uno se había enamorado el otro. Sin embargo, fueron separados.
Los hispanos, cautivos, fueron conducidos a prisión. La joven, sensible por naturaleza y más por los sucesos recientes, cayó como muerta. El cadáver de Atzimba fue llevado a una pirámide, denominada Yácata. Esa sería su tumba. Miles de braseros ardíasn en memoria de la joven.
Pasaron los días, Villadiego no tenía dudas de su próximo fin. Pronto sería sacrificado al llegar a Tzintzuntzán, la caital del reino.
El capitán, ansioso de escapar, aprovechando una cuarteadura, pudo introducir la mano, desprender una piedra y pasar por la abertura. Ya en el bosque, escuchó un lamento que provenía de la Yácata. Sin pensarlo mcho, penetró en el lugar. Cuál no sería su sorpresa al encontrar a la joven princesa.
El español se acercó a la mujer de ojos semiabiertos. Atzimba abrió los ojos. Contempló la faz del guerrero. La princesa renace para acercar sus labios a su enamorado.
Retorna la alegría: Atzimba no había muerto. Al ver esto, el cacique del pueblo, envía un mensajero a Tzintzuntzán. Todo el mundo tenía que enterarse del milagro. Cuatro días tarda el Rey en venir.
La doncella, liberada de un estado de catalepsia, despertó para reencontrarse con el capitán español. La nueva ley, la traída de nuevas tierras, la liberaría de convertirse en la esposa del Sol. Eso le dijo el capitán Villadiego al entrar a la gruta.
Tzimtzicha, temerosa del castigo de los cielos, pensó en castigar a la sacrílega princesa, la que había olvidado su fe, su tradición, su juramento. El castigo sería terrible: la princesa y el español pagarían su culpa.
Atzimba y Villadiego fueron forzados a subir a una canoa con destino a Tzintzuntzán. Los viajeros desembarcaron en la playa de Carichero, sitio veraniego de los reyes.
Los prisioneros pasaron la noche en una elegante cámara. De pronto piensan que el monarca se ha compadecido de ellos. Mas no fue así.
La comitiva arriba a las ruinas de un palacio en Surúmucapio. Luego cirigen sus pasos a las sementeras escondidas de Píndero. Árboles de un bosque impenetrable, el ruido majestuoso de una catarata.
Ya llegada la noche, se acercan a la orilla de la barranca de Curíncuaro de insospechada profundidad.
La joven doncella tiempla ante la fatalidad de su destino.
De pronto, los guerreros se dividen en dos. Uno coge a la princesa; el otro, atrapa al joven blanco. Sin darles tiempo de pronunciar alguna palabra de despedida, los descuelgan con larguísimas cUerdas.
Su destino: una gruta solitaria. Los amantes entran a la fuerza, con ellos provisiones para algunos días y unas tinajas de agua.
Han pasado los siglos. La leyenda cuenta que, el viajero que atraviesa la barranca de Jicalan Viejo, contempla admirado las tinajas aposentadas a la entrada de la gruta, a la mitad de las paredes de aquel acantilado. Y no pueden explicarse cómo pudieron ser allí colocadas.
La leyenda también cuenta sobre dos esqueletos humanos abrazados en el fondo inaccesible de aquel lugar.

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